El País: La velocidad con la que la desinformación se expande y encuentra nuevos recovecos desde donde susurrar al oído de un público cada vez mayor ha adquirido la categoría de desafío global. Su uso como herramienta de fragmentación política preocupa a Gobiernos de todas las latitudes. Y aunque las respuestas son muy diferentes —unos prefieren regular con leyes y otros dejarlo en manos del sector privado—, la mayoría intenta combatir un fenómeno que se reinventa cada día y que aspira, en última instancia, a comprometer la estabilidad política, económica y social del país o institución a los que sitúa en su diana. “La desinformación es un reto geoestratégico que demuestra que la tecnología avanza mucho más rápido que la capacidad de afrontar estos cambios”, explica Carme Colomina, experta en desinformación y políticas globales e investigadora del CIDOB (Barcelona Center for International Affairs).
Es la primera vez que la institución catalana dedica un capítulo en su Anuario Internacional —la última edición fue presentada el pasado junio— a la expansión de falsas informaciones y sus efectos en la toma de decisiones de los ciudadanos. Según la investigadora, en el caso concreto de la Unión Europea, uno de los problemas para combatir la desinformación es que sus acciones responden a desafíos del pasado: “Cuando se habla de desinformación se sigue aludiendo a los ejemplos del Brexit o de las interferencias rusas en la campaña presidencial de Estados Unidos de 2016”. Pero ahora la desinformación circula cada vez más por WhatsApp, de manera que logra escapar de la estrategia de Bruselas. “Una vez que la UE ha puesto a los gigantes de Internet a luchar contra la expansión de bulos en espacios abiertos, la desinformación se traslada a espacios cerrados”, desde donde es mucho más difícil hacerle frente, analiza la experta.